Llevo una hora buscando una frase con la que comenzar este artículo y no la encuentro. No sé por dónde empezar, no sé cómo enfocar un texto que, probablemente, acabará en la papelera. Las vísceras me dicen una cosa; la cabeza, otra. Apago la tele y desconecto de las redes sociales en un intento de rebajar la ansiedad y resulta que enciendo el ordenador y esta hoja en blanco no para de decirme que tengo que desahogarme, descargar mi ira, compartir mi impotencia, transmitir mi indignación.
Lo que ha ocurrido en València como consecuencia de la DANA del 29 de octubre ha sido un desastre de dimensiones todavía incalculables. La sociedad valenciana está en shock ante el panorama que han dejado las inundaciones. Parece mentira que esto haya ocurrido en pleno 2024, con el nivel de desarrollo tecnológico que tenemos. Porque la naturaleza siempre se abre paso, pero la prevención y las alertas también deberían haberlo hecho.
No podemos presumir de poder viajar al espacio o de crear vehículos autónomos y después fallar en algo tan básico como salvaguardar la vida de la población. ¿Dónde están las planificaciones urbanísticas sensatas? ¿Por qué no se han desarrollado las infraestructuras adecuadas para impedir esta catástrofe? ¿De qué manera se instruye a la ciudadanía para que sepa actuar en caso de emergencia? Y, especialmente: ¿Cuál es el protocolo que han de seguir las autoridades para prevenir y afrontar una situación tan grave como esta?
El temporal nos ha pillado con el pie cambiado. Nunca pasa nada… Hasta que pasa. Minimizar el riesgo tiene consecuencias. En ocasiones, consecuencias mortales. Debimos prepararnos y no lo hicimos. Y espero y deseo que con el tiempo se depuren las responsabilidades pertinentes, porque una tragedia como esta tiene culpables. Vaya si los tiene.
Lo mejor de todo ha sido la ola de solidaridad que ha mostrado la ciudadanía. Frente a una asistencia oficial que ha llegado tarde y a cuentagotas, la ayuda de la gente fue inmediata y en abundancia. Primero, recorriendo kilómetros andando para llegar hasta las zonas más afectadas; un poco después, enviando camiones repletos de comida y material de primera necesidad desde todos los rincones de España. Dicen que es perverso decir que el pueblo salva al pueblo, porque si somos objetivos no sería justo decir que siempre es así, pero en este caso hay bastantes motivos para pensar que su intervención ha sido decisiva.
Lo peor ha sido la incompetencia de las autoridades, que han ido pasándose la patata caliente de la gestión al más puro estilo Grand Prix. Sin juzgar el grado de responsabilidad de cada administración, resulta inconcebible que, en medio de la mayor desgracia natural que se recuerda, durante los primeros días los gobiernos autonómico y estatal no hayan sido capaces de dejar de lado las disputas partidistas para ponerse manos a la obra de manera coordinada. Cuando está en juego garantizar una vida digna, o incluso directamente la vida, eso de pasarse la pelota como si estuviéramos en el colegio no toca.
Para rematar, en un momento de especial vulnerabilidad emocional, los bulos han aprovechado la incertidumbre y la necesidad de respuestas para expandirse tan rápido como lo ha hecho el agua. ¿El objetivo? Provocar caos, generar sensación de indefensión, transmitir desconfianza en el sistema y aumentar la polarización. Como si la realidad, por sí misma, no fuera lo suficientemente dramática. “Un guardia civil que está allí me cuenta...”, “Me confirman fuentes oficiales que dentro del aparcamiento…”. Mentiras.
Aunque cueste, en situaciones como esta debemos ser más cautos y cuidadosos que nunca. Huyamos de los mesías que prometen contarte aquello que, supuestamente, no quieren que sepas. Qué justo que ellos hayan tenido la oportunidad de descubrir la verdad y qué generosos son de compartirla con nosotros. No nos fiemos de cualquiera, por muchos seguidores que tenga, y no propaguemos sus mensajes. Apliquemos el principio de prudencia y, si es preciso, desconectemos de vez en cuando. Nuestra salud mental nos lo agradecerá.
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